viernes, 27 de febrero de 2009

Estilos de vida para una experiencia de Dios

Dentro del Ciclo "Dios está en lo cotidiano", se ha tenido en el Salón de Actos del Colegio Inmaculado C. de María (Portaceli), la segunda conferencia: "Estilos de Vida para una experiencia de Dios", impartida por Darío Mollá S.J.
Para los "lectores", adjuntamos la conferencia que nos cedió.
Para su audición, pinchar en el siguiente enlace: http://www.jesuitas.info/Experiencia%20de%20Dios.htm





DINÁMICAS DE VIDA Y EXPERIENCIA DE DIOS



Darío Mollá sj



No olvidamos nunca que Dios se puede manifestar con libertad soberana e impactar con fuerza misteriosa en cualquier corazón humano. Nos lo recuerda el profeta Isaías: “Yo ofrecía respuesta a los que no preguntaban, salía al encuentro de los que no me buscaban; decía ‘aquí estoy, aquí estoy’ al pueblo que no invocaba mi nombre” (Isaías 65, 1). Pero nuestra responsabilidad, como personas agradecidas a la fe que hemos recibido, y como acompañantes de tantas personas que, más o menos conscientemente, buscan a Dios, es cuidar, trabajar, en nosotros mismos y en los demás, las disposiciones que ayudan a la experiencia de encuentro con Dios. ¿Cómo hacerlo?: esa es la pregunta a la que quiere responder la reflexión que os propongo hoy. ¿Qué podemos hacer y proponer para disponernos nosotros y ayudar a otros a disponerse para una experiencia personal de Dios?.

¿Hay que alcanzar previamente ese ideal humano para ser capaces de la experiencia de Dios?, ¿ese perfil humano es la condición o el resultado de dicha experiencia?. La respuesta a estas cuestiones es sencilla. Sucede como en tantas facetas de la vida humana. Pensemos, por ejemplo, en el deporte, o en el canto,,, Hay un mínimo de cualidades mínimas, sin las cuales es desaconsejable dedicarse a esa actividad; pero con el entrenamiento y el ejercicio de la misma esas cualidades se van desarrollando y cada vez se tiene más calidad como deportista o como cantante... Hay un mínimo sin el cual es humanamente difícil pensar que se pueda acceder a una experiencia personal de Dios, pero con el crecimiento en esa experiencia cada vez vamos siendo más capaces de ella por que somos más profundos, más limpios, más gratuitos, más cercanos y entrañables con los demás, más fuertes...

Voy a dividir mi reflexión en dos partes. En la primera hablaré de dinámicas de vida, o si queréis, de estilos de vivir, de modos de vida, que suponen una dificultad objetiva para la experiencia de Dios en nuestro vivir cotidiano; por tanto, y en consecuencia, una primera línea de pedagogía espiritual será estar “vigilantes” (expresión y trabajo muy evangélicos, y muy valorados en la historia de la espiritualidad) para no dejarnos llevar por esas dinámicas, sino más bien, utilizando la expresión ignaciana, “agere contra”, mover y remar en otro sentido. En una segunda parte hablaré de actividades, de prácticas concretas, unas muy clásicas y tradicionales, otras quizá no tanto, que pueden ayudar a que en nuestra vida haya más ocasión para la manifestación de la presencia y la cercanía de Dios. Son observaciones nacidas en su inmensa mayoría de la experiencia de acompañamiento durante bastantes años.



1. DINÁMICAS DE VIDA QUE DIFICULTAN LA EXPERIENCIA DE DIOS

Voy a describir algunas de ellas. Son dinámicas que bloquean los procesos espirituales y ponen en cuestión la posibilidad de una experiencia de Dios. Es evidente que no todas van a coincidir en la misma persona o al mismo tiempo. Habrá que examinar a cuáles somos más propensos, o cuáles son más posibles o están incidiendo en un momento concreto de la vida para actuar sobre ellas. Y es posible que la mayoría, o incluso ninguna de ellas, no sean nuestro problema; si es así, a dar gracias a Dios, pero sin dejar de escuchar la opinión de los demás, y sin dejar de vigilar...


1.1. El “acelere” vital

Es bastante evidente para todos que vivir “acelerados” es una dificultad para vivir una experiencia interior de una cierta hondura y, por tanto, para vivir una experiencia de Dios en medio de la vida cotidiana. Es, seguramente, la primera “dinámica perversa” que hubiéramos dicho casi todos nosotros si nos hubieran preguntado por dinámicas que impiden la experiencia de Dios. Quiero hacer algunas sencillas observaciones sobre esta dinámica.

El “acelere” no es, simplemente, trabajar mucho, o no es, simplemente, un ritmo importante de actividad. Se da esa situación de “acelere” cuando el trabajo o la actividad desborda las posibilidades de la persona, impidiéndole la atención o el cuidado de otras dimensiones importantes de su vida que no son “lo que hace”. Es un desajuste entre el hacer y el ser, entre el hacer y las razones de fondo por las que actuamos. Cuando el coche va a más velocidad de la que permiten sus posibilidades técnicas o las características del trazado por el que circula.

Es necesario, pues, un discernimiento sobre la velocidad a la que puedo llevar mi vida, sobre el ritmo de actividad adecuado a mis condiciones y posibilidades de cada momento. Que no son siempre las mismas, y por eso el discernimiento ha de ser constante. Tan nocivo para la experiencia interior de la persona es un ritmo de vida acelerado como un ritmo de vida indolente: se trata de dar con el adecuado y eso no se hace sin discernimiento, y es enormemente facilitado por el acompañamiento. Tan peligroso es para el motor de un coche, y tan peligroso para los otros conductores, ir pasado de velocidad, como ir por debajo de aquello que es posible o circular a velocidad reducida por una autopista. Lo primero produce dispersión, hartazgo, saturación, quemazón interior... (una cosa es cansarse, algo inevitable, y otra quemarse, que sí es evitable); lo segundo produce desmotivación, pereza, deseo que se apaga, búsqueda que se abandona...

Los síntomas de que uno va acelerado, de que ha pasado el nivel adecuado de trabajo o actividad son claros. La agresividad, o simplemente la irritabilidad, es uno de ellos: no sólo contra los otros (que es la más visible y, en el fondo la menos peligrosa), sino contra uno mismo; agresividad que suele adoptar formas de desvalorización, culpabilidad, descenso de la propia estima...; esa agresividad se manifiesta también en forma de “malestar” contra la institución o personas que, según nosotros, nos “obligan”
a este ritmo infernal y a la que echamos en cara las culpas que tiene y también las que no tiene. Otro síntoma es el descenso de calidad de lo que hacemos: las cosas cada vez se preparan menos y se improvisan más: sabemos que el nivel de lo que ofrecemos es deficiente, pero... Otro síntoma es un descanso compulsivo: pasar del no dormir al dormir compulsivamente, horas derrotados en el sofá delante de la televisión, o uso del ordenador sin medida navegando por donde en situación normal nunca hubiéramos navegado, etc...

Es importante detectar estas situaciones cuanto antes, sin tener que llegar a situaciones críticas en las que, quizá, ya se han “quemado” zonas de nuestra sensibilidad interior y espiritual que después no será fácil recuperar. El peligro último de que el centro de mi vida sea sólo y principalmente lo que hago, es que así al final el centro de mi vida soy yo, que soy el que hago, y cuando me canse de hacer, o cuando fracase en aquello que hago, me hundiré yo mismo con todo el equipo. Y eso no tiene por qué ser así...

Vamos a dejar, de momento, aquí el tema... Lo que procede ahora es indicar algunas ayudas para evitar entrar en esa dinámica o, al menos, para ir paliando sus efectos si en alguna manera nos encontramos en ella... Pero dejaremos eso para una segunda parte, después de haber caído en la cuenta de otras dinámicas vitales que también impiden o perjudican una experiencia de Dios en nuestra vida cotidiana.




1.2. El “ensimismamiento”

Creo que no hace falta extendernos mucho en definir lo que entendemos como “ensimismamiento”: son situaciones vitales en las cuales uno mismo, su modo de ver, sus preocupaciones, sus deseos, sus logros y sus fracasos, sus proyectos, son el centro de la vida. El es claramente el protagonista en el escenario y en el teatro de la vida: todo lo demás está referido a él, y adquiere relieve e importancia sólo y en la medida en que el protagonista se la da.

Hay otros personajes en la vida del ensimismado: Dios, los demás,,, pero su papel es subsidiario al protagonismo del personaje central; tanto Dios como los demás están, en el fondo, aunque de distinta manera, a su servicio: Dios para sacarle de apuros o para facilitarle las cosas o para proporcionarle coartadas y justificaciones, los demás como necesarios para que él se realice (los buenos) o como obstáculos en su marcha triunfal (los malos). Hay una sobrevaloración, en ocasiones incluso ridícula, de lo suyo y una minusvaloración de lo demás. Creo que tampoco es necesario que me extienda mucho en hacer ver que con esta actitud de fondo es muy difícil “ver” a Dios: si uno sólo tiene ojos para él mismo,,, detrás de todo sólo se ve a si mismo.... La mirada que descubre a Dios es la mirada contemplativa: la mirada centrada en el Otro, exenta de posesividad y compulsividad, gratuita...








Nadie de nosotros quiere, de entrada, ni ser ni vivir ensimismado; todos nos situamos críticamente ante personas así. Eso es evidente. Pero también es evidente que todos conocemos personas ensimismadas (que lo son sin haberlo querido ser), y que en momentos nuestros de lucidez nos hemos descubierto muchas veces centrados en nosotros mismos. Por tanto es necesario preguntarnos cómo llegamos a ese punto, qué procesos interiores nos llevan a él... para vigilar, para guardarnos de ellos, para combatir...

En el apartado anterior ya hemos hecho una cierta reflexión sobre los ensimismamientos producidos por la “borrachera” de la acción. Si lo único importante, de hecho, es lo que hago, y no es muy importante lo que me dan, lo que recibo, lo que convivo, lo que experimento en mi interior..., al final el único importante soy yo que soy quien hago: “lo que hago soy yo;. yo soy lo que hago”. Y hemos aludido a lo pernicioso y peligroso que es eso, no sólo para la vida espiritual, sino para la madurez humana. Pero los procesos que nos llevan al ensimismamiento son muchos más y, desde mi experiencia de acompañamiento (no “por si pasa”, sino “porque pasa”) quiero citar tres que he observado que se dan con alguna frecuencia en la vida de personas creyentes y religiosas.

Habría un ensimismamiento “ideológico”, de origen ideológico. Es aquel al que nos lleva esa postura personal de leer, escuchar, prestar atención y dar validez a las cosas y a los argumentos, no ya en función del valor que me merecen tras una reflexión o un discernimiento, sino en función de quién lo dice, en función de acuerdos o desacuerdos previos, de “pre-juicios”. En esa dinámica sólo es a considerar lo que dicen determinadas personas, determinados medios de comunicación, determinadas escuelas... en función, además, de criterios previamente tomados y no siempre rigurosos u objetivos. Todo ello se va absolutizando y, al final, más que tener nosotros (que somos “nosotros”) tal o cual opinión es la opinión tal o cual la que nos tiene a nosotros, que nos convertimos en sus “defensores” contra los enemigos o detractores; nos vamos convirtiendo en seguidores de ideas, de programas, de consignas.,.. más que seguidores del Señor.

Como ya decían los antiguos lo peor es la corrupción de lo bueno. Es no sólo bueno, sino necesario, y especialmente importante en ambiente de relativismo ambiental, tener criterio propio. Pero “propio” es aquel que cada persona, poniendo en juego toda su capacidad de discernimiento, ayudado e iluminado por otros y en diálogo con la vida, va elaborando, no el que viene dado desde fuera y asumido sin discernimiento.

En situaciones así Dios mismo queda empequeñecido, reducido por ese limitado espacio mental a una caricatura, puesto él mismo al servicio de los argumentos preestablecidos... Es algo que se posee, se maneja y se manipula según propia conveniencia... y ese no es, claro, el Dios vivo, el Dios Padre de Jesús, el Dios que nos trasciende y que se nos revela en la vida. Lo que pasa es que uno queda tan atrapado por su discurso ideológico que es muy difícil que se abra al Dios inefable, desconcertante, más grande que nosotros... a no ser que El haga un milagro.




Otra forma de ensimismamiento es el ensimismamiento “por objetivos”. Yo tengo claros mis objetivos, esos van antes que cualquier otra cosa y pasan por encima de cualquier cosa. Mis objetivos, mis metas, mis propósitos son mi absoluto... caiga quien caiga. Estoy ensimismado en ellos, sólo tengo ojos y corazón para ellos, vivo para conseguirlos... Pueden ser situaciones coyunturales o pasar a ser dinámicas vitales más permanentes. Me impiden, en un caso y en otro situar, ver fuera de mí y percibir la presencia, la llamada, el desafío, la interpelación de Dios... desde otro lugar vital.

El que esos objetivos sean “buenos” no cambia las cosas, no hace buena la dinámica de absolutización y ensimismamiento o autocentramiento en uno mismo y en “sus” objetivos. Algunos autores han hablado del “egoísmo sagrado”:

“... el hombre que sigue el camino del egoísmo – aunque sea sagrado – que no se ocupa más que de su propia salvación, que no se siente responsable del sufrimiento y del pecado del mundo, ese no oye lo que dice el Señor y no comprende por qué ha asumido Cristo el sacrificio del Gólgota.

No es ciertamente infrecuente que aquellos que siguen el camino de la salvación individual se entreguen a ciertas prácticas en apariencia virtuosas: alimentar a los vagabundos, asistir a los pobres, etc. Pero no lo hacen sino como un entrenamiento ascético, un ejercicio útil para su propia alma. Ahora bien, resulta evidente que ésta no es la clase de amor que el Evangelio nos enseña, y que una práctica de este género no fue la causa de la crucifixión de Cristo” (1).

Pueden existir ocasiones en que la voluntad de Dios nos pide dejar, cambiar o renunciar a cosas o situaciones incluso buenas, y nos llama desde un lugar vital en el que no estamos: la no disponibilidad para cambiar o dejar nos impide llegar a Dios. En palabras ignacianas, el sujeto así ensimismado pretende que “venga Dios donde él quiere y no determina de dejarla para ir a Dios” (2).

Aludiré, finalmente, a una forma de ensimismamiento que llamaré ensimismamiento por “victimismo”. Uno se siente víctima de todo tipo de males, de persecuciones, de injusticias y minusvaloraciones y se instala en la dinámica del lamento y del quejido constantes: a partir de ahí, su vida es estar pendiente de la conmiseración de los vecinos y compañeros y su oración es desplegar ante Dios el “memorial de agravios”. De uno o de otro modo, él es el centro y sólo tiene oídos para escuchar la lástima de los demás y todo lo que no sea eso le parece irrelevante en su situación, cualquier otra palabra no significa nada ni le dice nada. Con frecuencia va acompañada esa actitud de una lectura muy interesada y banal de la “cruz”, por la cual su cruz es sobredimensionada (en ocasiones hasta extremos ridículos) y aislada de las demás, y verdaderas, cruces el mundo.

Una variante muy peligrosa de ese ensimismamiento victimista es la instalación en el resentimiento o el rencor por algo que me hicieron. El resentimiento me atrapa, alarga el poder del mal de forma indefinida y deforma mis percepciones de las cosas y las personas generando una visión deformada, unas tomas de postura que no son objetivas y una exacerbación del narcisismo. En situaciones así el encuentro auténtico con Dios se encuentra absolutamente mediatizado y bloqueado... Sólo el perdón nos libera y nos abre al diálogo auténtico con el Señor.


No me resisto a citar una lúcidas palabras de José I. González Faus aparecidas en una reflexión publicada en el diario La Vanguardia de 23 de agosto de 2006 con el título “Perdonar”:

“...el resentimiento es una especie de VIH (virus de inmunodeficiencia humana) que nos queda a todos tras la agresión injusta. El mayor daño que nos puede causar el mal recibido no será aquello de que nos prive, sino el dejarnos dentro el resentimiento, que alimenta en nosotros la misma lógica malvada del agresor: no es quitarnos algo sino volvernos malos. Y el germen de esa maldad es el resentimiento, que siempre se parece a una herida mal curada”.

Una herida que concentra demasiado de nuestra atención vital y nos resta muchas fuerzas para el diálogo y la acogida del Otro. Por eso, antes de ir al altar, para que allí sea posible de verdad encuentro con Dios, “hay que ir a reconciliarse con el hermano” (Mateo 5, 23-24)


1.3. El “desorden”

No me refiero con esta expresión, como es obvio, a un simple desorden material. Utilizo la expresión “orden” en el sentido ignaciano: orden tiene que ver con jerarquía interna de la vida, con integración, con que cada cosa ocupe el lugar que debe ocupar en función de su relación al fin último de nuestra vida que es el “alabar, hacer reverencia y servir” a Dios (3). Una vida cristianamente “ordenada” es aquella en la que lo que marca la pauta y resitúa todo lo demás es el servicio a Dios. Aquello que nos conduce a ese fin último tiene cabida, y aquello que nos distrae de él no ocupa lugar. Vivir “ordenadamente”, entendido de esta manera, nos pone a punto para la experiencia de Dios.

Quizá lo veamos más claro si miramos la cuestión desde la otra cara de la moneda, desde la negativa. Para san Ignacio, lo contrario al “orden” son las “afecciones desordenadas”, y éstas claramente nos desorientan y nos descolocan en la vida, y con su fuerza nos apartan de Dios.

“La afección desordenada, el apego desordenado, se ve con toda claridad en el fenómeno de la adicción. La adicción a las drogas, al poder, al alcohol, al chismorreo, al sexo, la dependencia de la televisión o el egoísmo narcisista son diversas formas en las que el ser humano se hace dependiente, hasta perder la libertad, de una sustancia, de unas costumbres, de otras personas y, sobre todo, de sí mismo... En esencia la adición es una forma de idolatría...” (4).

Es importante caer en la cuenta de que las afecciones desordenadas no tienen por qué ser, y en la mayoría de casos no son, pecados o no se refieren a cosas pecaminosas. Pero al “tomarnos” el corazón más de lo debido, nos hacen dependientes, nos desvían de aquello que son nuestros objetivos y deseos últimos en la vida, provocan conflictos interiores y se interponen como obstáculo en nuestro encuentro sincero con Dios.



Para san Ignacio éste es el tema básico que hay que trabajar para el encuentro auténtico con Dios y la fidelidad de nuestra vida a su voluntad: así lo plantea claramente en el primer número de sus Ejercicios: “... Ejercicios espirituales... para quitar de si todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima...” (5).

Analizadas ya estas dinámicas que estorban, dificultan o impiden la experiencia de Dios, vamos ya a exponer una serie de elementos que nos pueden “ayudar” a ella.




2. “AYUDAS” PARA FACILITAR LA EXPERIENCIA DE DIOS EN NUESTRA VIDA


Voy a enumerar y explicar brevemente algunas actividades, estrategias, modos que nos pueden ayudar positivamente en nuestro abrirnos y disponernos a la experiencia de Dios. No pretendo una enumeración exhaustiva; dando por supuestos los medios “clásicos”, incidiré en algunos que me parecen especialmente a destacar en nuestras circunstancias actuales y sobre ellos y su aplicación haré reflexiones someras. No están seleccionados al azar, sino en función de su capacidad de incidir o ayudar para evitar o paliar los efectos de las dinámicas antes descritas. Como en todo lo que voy diciendo, no busco en mi exposición la “perfección” teórica, sino la utilidad práctica.


2.1. El “examen” u oración sobre la vida

Posiblemente, la palabra “examen”, de entrada, desoriente y empequeñezca la actividad espiritual que propongo, que no es otra que aquella que San Ignacio consideraba la actividad espiritual básica e ineludible, una sencilla y cotidiana oración sobre la vida. No es simplemente un “examen de conciencia” en el sentido que habitualmente lo entendemos, aunque pueda incluir algo de ello, como más adelante veremos.

El “examen” ignaciano es un momento de oración breve y frecuente consistente en pararnos y poner nuestra atención sobre aquello que va sucediendo en la vida, tanto lo que sucede dentro de mi como aquello que sucede fuera y me impacta. Un ejercicio de atención en el cual la pregunta básica no es “¿qué he hecho yo?”, sino “ ¿qué cosas están pasando en mi vida?, ¿qué va haciendo Dios?, ¿cómo se puede haber hecho presente?, ¿qué signos me puede haber dejado?, ¿en qué circunstancias o acontecimientos puede haber estado?”. Insisto: el examen no es un ejercicio discursivo, sino contemplativo. Ejercicio de atención y contemplación, de volver a pasar por mi corazón los acontecimientos de la vida y ver qué poso van dejando... Un ejercicio contemplativo, sencillo, breve... Un ejercicio que se puede hacer en cualquier momento del día (no sólo por la noche) y en cualquier lugar...






No se trata, pues, primariamente de un ejercicio “moral”, sino “espiritual”. No se trata e de cuestionarnos acerca de nuestro comportamiento, sino que hacemos un ejercicio de “atención amorosa” (utilizando una expresión valorada por los grandes maestros de espiritualidad, desde San Juan de la Cruz hasta Simone Weil), cayendo en la cuenta de lo que Dios me va amando, me va dando, va haciendo por mí... Es obvio que, al caer en la cuenta de ello, del amor grande y constante de Dios, aflorará en mi conciencia, y de modo vivo, mi medianía, mi poca generosidad en la respuesta a Dios e incluso mi pecado: pero eso no es lo primero que busco ni el objetivo central del examen.

Caigamos en la cuenta también de que el “examen” es un ejercicio oracional, no de introspección. Es un ejercicio oracional porque es un ejercicio en diálogo, en contexto de diálogo con Dios. No me veo yo ante mi mismo, ante mi espejito mágico que me tiene que decir lo bueno o lo malo que soy: me veo ante Dios. Comienzo dándole gracias por todo aquello que he recibido, sigo pidiéndole luz para captar el fondo de lo que voy viviendo, y, tras el discernimiento sobre mi vida, acabo pidiéndole su ayuda para seguir adelante. Mi discernimiento, la mirada a mi vida, se sitúa entre la acción de gracias y la petición de ayuda.

Saltan a la vista los beneficios que el ejercicio habitual del examen tiene para nuestra vida y cómo nos ayuda para la experiencia de Dios y para combatir muchas de las dinámicas perniciosas a las que antes hemos aludido. Ayuda a serenarnos, a poner atención sobre lo que vamos haciendo y viviendo, a tener vivencia de agradecimiento y de positividad en la vida, a conectar con nuestros sentimientos y emociones, a discernir nuestras dificultades y trampas en el seguimiento del Señor, a identificar nuestras afecciones desordenadas, a actualizar nuestros deseos y propósitos básicos de vida...

“La práctica regular de este ejercicio crea en nosotros algo así como una infraestructura espiritual. Nos damos cuenta de la importancia de las infraestructuras cuando, por ejemplo, una catástrofe destruye la carretera y ningún vehículo puede pasar para socorrernos. Algo parecido ocurre en la vida espiritual: se tienen buenas ideas, sólidos propósitos, etc..., y a menudo se constata lo poco que sirven. En cambio el hábito de los ejercicios breves diarios asegura un espacio fijo, una carretera a través de la cual las resoluciones y los propósitos pueden llegar a buen puerto. Cada día el examen me recuerda lo que busco y deseo. Es una ayuda inestimable y una seguridad para el camino” (6).

Son muchos y diversos los modos como se puede hacer este examen, incluso es bueno el ir variando de vez en cuando de forma de hacerlo para adaptarlo a los distintos momentos y circunstancias de la vida, para evitar caer en rutinas... Hacer silencio y dejar que fluyan las cosas, repasar el video del día, basarnos en un salmo u oración bíblica, repasar los rostros con los que nos hemos encontrado... Incluso en días y circunstancias en los que, por lo que sea, n podemos tener un tiempo largo y tranquilo de oración deberíamos cuidar el examen: mantiene la “máquina” espiritual a punto...: nos ayuda a ser agradecidos en los días buenos y a no dejar de confiar y rogar en los días grises.




2.2. El acompañamiento espiritual

Otra de las ayudas muy valiosas para mantenernos en una actitud espiritual de apertura y disponibilidad a la experiencia de Dios es el acompañamiento espiritual. Se trata de una práctica y dinámica de confrontar, con una cierta regularidad y constancia, mi proceso espiritual con otra persona. Un proceso espiritual que abarca tanto mis mociones, sentimientos, pensamientos e inquietudes más “interiores” como el modo de vivir y las repercusiones más personales de aquello más “exterior” de mi vida. El acompañamiento no se identifica con la reconciliación sacramental en el sacramento de la penitencia: la puede incluir o no, pero la desborda.

Es evidente que una práctica tal es una ayuda muy valiosa para evitar bastantes de las dificultades y peligros que hemos mencionado en la primera parte de nuestra reflexión. Ayuda a no caer en autoengaños y trampas, a salir de ensimismamientos, a discernir con serenidad y objetividad. El acompañamiento es, además, una necesaria mediación eclesial en los procesos de discernimiento personal. Pero, previamente incluso a que podamos conversar con el acompañante, el acompañamiento nos ayuda a parar en nuestra vida, a hacer una lectura de la misma, a seleccionar sus datos más relevantes, a formular nuestros procesos interiores... Nos ayuda a esa actitud de “atención” que tan necesaria e importante ha sido siempre y es hoy para captar el don de Dios. Por eso, vale la pena vencer resistencias y perezas que siempre nos provoca el abrir nuestra interioridad a otras personas. El fruto es grande.

Dos elementos son importantes para asegurar un buen acompañamiento, dos elementos que se condicionan mutuamente: la confianza en la persona que escoja como acompañante y la calidad de esa persona, la confianza que me merece y el criterio y experiencia de quien acompaña. La elección del acompañante es una decisión importante que ha de ser madurada y tomada con responsabilidad. Creo que en esa elección hay que evitar dos extremos. El primero, que desvirtúa el acompañamiento, es buscar como acompañante a un “colega”, alguien que me cae muy bien, con el que puedo tener confianza, que es un buen amigo... pero que sé que no me va a contrastar, que me va a decir que sí a todo, que no va a tener la libertad de decirme mis trampas, engaños o errores. El segundo extremo, que suele provocar la ausencia de acompañamiento, es buscar una especie de “mirlo blanco” que no existe;. se trata sencillamente de buscar un compañero, accesible, cercano, con quien pueda tener confianza y que tenga sentido común y honestidad espiritual.

El ritmo del acompañamiento puede ser variado, en función de muchas circunstancias; sí que es importante que tenga una cierta regularidad, de modo que se sigan los procesos, y que el acompañante no se vea convertido en una especie de “bombero espiritual”, o de alguien al que se acude cuando las cosas ya no tienen mucho remedio.

¿Puede un grupo, una comunidad, ser una forma válida de acompañamiento?. Creo que sí, que lo es. Sin embargo, pienso que el acompañamiento grupal o comunitario no anula la conveniencia de un acompañamiento personal, porque hay cuestiones personales o íntimas que difícilmente se acompañarán en grupo, ya que en grupo es limitada la libertad que se siente y se tiene tanto para expresarse como para aconsejar, y porque en el grupo entran en juego otros elementos y dinámicas que pueden impedir la confianza, la sinceridad y la claridad que el acompañamiento requiere.


2.3. Habilitar y cuidar “espacios verdes” en la vida


Los “espacios verdes” son un elemento esencial para definir la calidad de vida de un determinado hábitat, y también son importantes para dar calidad a nuestra vida personal y a nuestra relación con Dios. Será necesario, pues, que los habilitemos, que los cuidemos y que los utilicemos; que formen parte de nuestra vida habitual.

¿Qué entiendo por “espacios verdes” en la vida?. Espacios de pura gratuidad: espacios en los que no se “hace” nada de “provecho inmediato” o por su “provecho inmediato”, sino en los que simple y sencillamente se disfruta y se goza...: de la convivencia, de la amistad, del deporte (mejor como actor que como teleespectador...), de la naturaleza, del arte, etc... Habilitarlos, cuidarlos y utilizarlos es parte de una “ascesis” necesaria en nuestro tiempo.

¿Cuál es su valor en la vida y, sobre todo (teniendo en cuenta el contexto de nuestra reflexión) su aportación a la experiencia de Dios?. Son espacios que oxigenan, que liberan tensiones, que permiten que afloren al exterior dimensiones muy hondas de nuestra personalidad. Y oxigenados, liberados de tensiones, en conexión con nuestras zonas más intimas y espontáneas, somos mucho más capaces de apertura, de relación, de encuentro.

Cuando estamos tensos nuestra relación con Dios también queda afectada, no sólo nuestra relación con los demás. Nuestra oración en situación de tensión es, mucho más que un diálogo, una cavilación en torno a nuestras preocupaciones, un monólogo con nosotros mismos sobre nuestras angustias, tristezas o enfados, o, como mucho, un ejercicio de petición angustiosa y compulsiva o una repetición mecánica de salmos y fórmulas sin saber qué decimos, mientras la cabeza está en otro sitio... Pero en ella no hay diálogo, no hay escucha, no hay apertura a una palabra nueva y distinta... Por eso, para encontrarnos auténticamente con Dios, con receptividad a su palabra, nos dice la Escritura que hay que “descalzarse”, hay que entrar en una dinámica distinta a la del ajetreo habitual... y eso no se hace en los dos minutos precedentes a la oración... Desde una vida con “espacios verdes” nos abrimos a una oración mucho más gratuita en la que no pretendemos utilizar a Dios o ponerlo a nuestro servicio, sino que disfrutamos de El y descansamos en El y nos entregamos a El.

Me gustaría que entendierais bien lo que estoy queriendo decir al transmitiros esta profunda convicción: cuidar esos espacios verdes en nuestra vida es, por decirlo de esta manera, una auténtica “obligación” espiritual, porque con ello ponemos mucho de nuestra parte para la calidad de nuestra experiencia de Dios, Cuando hablo de estos espacios de disfrute no estoy hablando, pues, de ningún lujo, ni de ninguna relajación, o de algo banal y superfluo, o que en definitiva no tiene nada que ver con nuestra vida interior. No es verdad que no parar sea lo mejor, ni lo que más ayuda, ni lo más ejemplar. Esos “espacios verdes” impregnarán nuestra relación con Dios y con los demás de una nueva sensibilidad y de una mucha mayor calidad. Y, contra lo que algunos pudieran pensar, nos harán mucho menos centrados en nosotros mismos y mucho más accesibles y generosos con los demás.

Esta reflexión sobre los necesarios “espacios verdes” de nuestra vida me da pie también a haceros algunas consideraciones sobre el ritmo mismo de vida mirado desde la perspectiva de posibilitar una experiencia espiritual más honda. Hablaré del control de las actividades, del descanso y del uso del tiempo.

Hemos comentado en la primera parte de nuestra reflexión lo dañino que es un ritmo de “acelere” y de hiperactividad para nuestra experiencia interior. Y lo engañoso y tentador que resulta, pues nos facilita escaparnos de nuestra vida interior justificándolo o vistiéndolo de dedicación apostólica. Es muy necesario el control y el discernimiento sobre nuestras actividades: es materia evidente de nuestro acompañamiento.

Hay actividades que son del todo ineludibles, y en ellas habrá que revisar tanto la pureza de intención como los modos en que las hacemos. Pues, indudablemente, se pueden realizar de modos diversos y no todos son los adecuados o los necesarios. En esa revisión no se podrá olvidar que es el servicio a los demás la finalidad de lo que hacemos y nunca nuestro lucimiento, triunfo o mera satisfacción personal pueden ser su meta; ciertamente en la medida en que menos nos busquemos a nosotros mismos en todas nuestras actividades, y más limpiamente busquemos a Dios y a los demás, menos tensión nos generarán.

Y hay otras actividades que son susceptibles de ser incluidas o no en nuestro programa de vida, y hay que ser muy finos en el discernimiento sobre ellas y muy firme en los criterios de ese discernimiento. Somos nosotros los que hemos de confeccionar nuestra agenda y no nos ha de ser confeccionada desde fuera. Y al confeccionarla ha de haber ya en la agenda, previamente a incluir otras cosas, los espacios reservados para nuestra vida interior y para los “espacios verdes” de los que antes hablábamos. Aprender a decir que no, y decirlo es también parte de una ascesis contemporánea.

Sin duda, y además de todo ello, vendrá lo imprevisible, aquello con lo que nadie podía contar, lo repentino ineludible que rompe todo plan y programación. Cuando más sensata sea nuestra agenda y cuando menos tensos estemos mucho menos será su impacto negativo, mucho menos vulnerables seremos: estaremos mucho más preparados para afrontarlo.

Una palabra hay que decir del descanso. El descanso humano, el que ayuda también espiritualmente, no es el caer rendidos física o materialmente, o el mero no hacer nada, o la compulsividad en el descanso y sus formas. Pocos síntomas hay tan claros de fallos en el ritmo de vida o en la misma vida interior, como un descanso inadecuado o compulsivo. El auténtico descanso no es no hacer nada, sino hacer actividades o cultivar relaciones que me gustan, que me son placenteras, que las disfruto porque no acudo a él derrotado.

Dentro de nuestro tiempo diario, no todo tiempo tiene la misma calidad. En función de muchas circunstancias, todos conocemos cuáles son nuestras “mejores” horas, aquellas en las que estamos más lúcidos, más vivos y despiertos, y cuáles son nuestras horas más “bajas”, aquellas en las que nuestro estado personal o nuestro rendimiento son peores... Hay en nuestra vida, por así decirlo, un “tiempo-oro” y un “tiempo-basura”. Quizá no sea mucha la cantidad de tiempo que le podamos dedicar explícitamente a Dios, pero sí que, por lo menos, podemos cuidar siempre que el tiempo dedicado a Dios no sea el tiempo-basura de nuestra vida.


2.4. La gimnasia de adelgazamiento del “ego”

Todos tenemos nuestro “ego” y ese “ego” tiene una tendencia irrefrenable a engordar, y en nuestra actividad hay muchas cosas que lo pueden engordar: éxitos, reconocimientos, ascensos, adulaciones más o menos sinceras, algunas formas de “poder” e influencia, protagonismo social, etc... Un “ego” que engorda es insaciable y siempre pide más: cuando más gordo está más apetito tiene... Y un “ego” engordado es un lastre espiritual, un pesadísimo lastre que frena todo progreso espiritual y que llega a inmovilizar y a insensibilizar: nubla la vista, tapa el oído, adquiere tal dimensión que llega a ocultar a Dios.

Será, pues, necesaria una gimnasia que contrarreste esta tendencia al engorde del ego. Gimnasia hecha de “ejercicios” en los que podamos experimentar y sentir, con serenidad pero con verdad, algunos de nuestros límites, de nuestras carencias, de nuestra falta de habilidades, de nuestra impotencia... de modo que todo ello no sea para nosotros un discurso más o menos tópico, más o menos vacuo, sino una experiencia personal que nos reubique. Por formularlo en modo positivo, que siempre es mejor y más adecuado que las formulaciones negativas, se trata de experimentar que necesitamos ayuda, que necesitamos de los demás, que nos hemos de abrir a la confianza en otros, que la necesitamos, que otros nos pueden dar lecciones, en el mejor sentido de la palabra...

“Ejercicios” en los que experimentemos que también tenemos que atender a las necesidades más humildes y elementales de la vida; que nuestro tiempo y persona no son sólo para las causas trascendentales, sino que también necesitan ocuparse en cosas muy banales; que nuestra estabilidad o humor depende en ocasiones de cosas muy mínimas y que, a veces, contratiempos muy leves nos preocupan y nos angustian más que los grandes problemas de la humanidad. Es muy bueno experimentarlo, saberlo, decírnoslo más de una vez con mucho humor.

Todo ello es una gimnasia espiritual que también nos dispone, al disminuirnos a nosotros mismos, a dejar crecer a Dios en nosotros, le deja espacio que El pueda ocupar.

¿Cuál es el ámbito, el “lugar”, de esa gimnasia?. El servicio humilde, sencillo, cotidiano que se hace en la esfera de la vida íntima, familiar, doméstica, cotidiana... La “dependencia” u “obediencia” en algunas dimensiones y momentos de la vida de personas que, o socialmente o en nuestra valoración, están por debajo de nosotros... La disponibilidad para asumir esas tareas, esos oficios, esos “marrones” que dan mucho trabajo y ningún lucimiento y reconocimiento, y que por ello casi nadie quiere asumir... En definitiva entrar en un servicio que va mucho más allá que la demostración de mis habilidades.

No cabe duda que también la cercanía a los pobres, nos puede ayudar en esa línea. Sobre todo, cuando no es una cercanía “de oficio”, sino una amistad y una cercanía con ellos humilde, callada, ignorada por otros y vivida por nosotros como un ponernos a sus pies desnudos con la sencilla pretensión de limpiar la suciedad y aliviar las heridas que la dureza del camino ha producido a quienes caminan descalzos.




NOTAS:

1. Madre María Skobtsov “El sacramento del hermano”, Ed. Sigueme, 2004, p. 69.

2. Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola nº 154.

3. Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola nº 23

4. Willi Lambert sj “Vocabulario de espiritualidad ignaciana”, Ed. Mensajero, 2006, pp. 65-66

5. Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola nº 1

6. Willi Lambert sj, op. Cit, pp. 71-72

lunes, 9 de febrero de 2009

II Encuentro Laicos-Jesuitas. RED APOSTÓLICA IGNACIANA DE SEVILLA

Objetivos

1. Presentación del Proyecto Apostólico de la Compañía de Jesús en Sevilla (PAB), en el marco de la Congregación General 35 (con referencia preferente a los decretos de identidad, misión y colaboración en el corazón de la misión).

2. Suscitar un ambiente entre jesuitas y laicos que genere ilusión por el Proyecto Apostólico como misión compartida, a la vez que anime a comprometerse con el mismo.

Programa

09:30 - 10:00 Recepción-acogida (entrega en las mesas de tarjetas de identificación).
10:00 - 10:15 Saludo del Coordinador de la CAL y Directora del Colegio (Salón de Actos).
10:15 - 10:30 Oración de ambientación del día.
10:30 - 11,00 Presentación de las obras de la Compañía de Jesús en Sevilla (Power Point).
11:00 - 11:45 Conferencia a cargo del P. Elías Royón sj, Provincial de España.
11:45 - 12:30 Descanso, café...
12:30 - 13,15 Coloquio sobre lo tratado en la conferencia y otros aspectos que interesen.
13,15 - 14,15 Celebración de la Eucaristía (Iglesia)
14:30 - Comida (Comedor del Colegio) y despedida.

El Encuentro se celebrará en el Colegio Portaceli, Avda. Eduardo Dato, 20.
Usaremos el aparcamiento del Colegio.